lunes, 20 de diciembre de 2010

Un Animador Sociocultural es alguien que entre una cosa y otra pretende que la gente decida cambiar algo.
Es la mejor definición que se me ocurre, aunque se me ocurren algunas otras para definir lo que seguro que no es.
No es un monitor de actividades, no es un fiestamatic 3000, no es un generador de documentos firmados al margen con el sello y el registro correspondiente. Hay quien lo pretende, algunos animadores con título incluso, pero eso es otra historia, más relacionada con colocarse en algo-lo-que-sea que con cualquier vocación.
Cuando me metí en esto de la Animación estábamos de moda. La gente se pirraba por contratarnos, aunque la mayoría no tenía idea de para qué. Por lo general se limitaban a lanzarnos a las calles esperando que de alguna forma se acabara resolviendo el misterio. Era cosa de pretender ser Barcelona, donde los animadores ya campaban en cada esquina, aunque sin ponerle ningún análisis ni criterio previo.
A los años aparecieron otros, y entonces los Animadores fuimos arrasados, y los mediadores acabaron sentados en nuestras oficinas, y después los integradores, y después cualquier otro con un cursillo de 30 horas con un nombre sugerente que aliviara la conciencia de un político progre.
El caso es que algunos nos empeñamos en seguir trabajando, aunque tuviéramos que tragar con aparentar no saber nada, con aceptar las intervenciones sin proyecto ni necesidad ni comunidad que lo soporte, como mero elemento de márketing y a implementar esta maravilla de la festividad sociocultural. Porque hay mucho que se mete a genio de la Participación, a salvador en la Intervención Comunitaria, y la mayoría se empeñan en colocarle el sociocultural a cualquier festival de los castillos inflables.
A veces dan ganas de ponerse violento y, tomando al asalto las oficinas municipales, ordenar que invariablemente de la necesidad se pase al objetivo, y del objetivo al diseño, y que del diseño a la actuación... Que alguien decida para qué hacemos las cosas, que no se busque el "bien colateral", que los juegos de malabares no aprovechen para trabajar esto o aquello, que la actividad es la herramienta y lo que importa es tentar a la conciencia y al espíritu crítico... Que lo que importa es que la gente sienta que toma control sobre su vida, y que no esperen que las soluciones les lluevan del cielo.
Empecé con esto porque podría ser una de las ruedas que hacen funcionar el progreso, uno de los pequeños agentes del cambio, un especialista del toqueteo ingenioso de las realidades de un mundo que, por diverso, se empeña en centrarse en las diferencias.
Y ahora me estoy convirtiendo en un oficinista gris y un poco esquizoide. La mitad de los días siento la ética profesional aporreándome las venas cuando trabajo en mis pequeñas contribuciones burocráticas y, aún así, cada día respondo menos. Siento la necesidad de gritar, y me aferro al sueldo.
Me pregunto cuánto tardaré en echarme de menos.

martes, 14 de diciembre de 2010

Pasea por el centro.
Levanta los ojos.
En las alturas se ventilan los arreglos de colores, las fachadas pastel, la expropiación revisionista de la arquitectura perfecta y preciosa.
Las ventanas de clones de clásicos, las contraventanas que se parecen a, con sus marcos de volutas que pretenden.
Cada rato te encuentras con un tapiado. Y hay puertas con cadenas y agujeros de ladrillos por donde se cuela el viento de gatos. Las persianas enseñan lámparas y cuadros y manchas con formas curiosas.
Y en algún balcón, la ropa tendida, que se moja y se seca y se hace un guiñapo amarillo de años, y hasta la ventana a medio abrir que se asoma a los platos del escurrimiento perpetuo.
Hay timbres con nombres que casi parece que suenan. Tócalos.
Hay plantas huérfanas de abuelas que las rieguen, y que se hacen su sitio en la selva cuasimuerta, y pelean en esa decadencia asombrosa en la que se convierten los geranios y los cactus.


martes, 7 de diciembre de 2010

Seguramente quien más quien menos preferiría ser una buena persona.
Si le das a cualquiera la capacidad de elegir sus atributos se quedaría con ser un majete, y valiente y misericordioso, y todo lo demás en ese compendio maravilloso de la excelencia humana que todos conocemos.
Admitamos, al menos, que hace ya un tiempo que pretendemos conocer lo que es bueno, y que más allá de la perspectiva, el Disney Channel es fulminante en cuanto a que la bondad humana es de lo mejor que se pueda tener y que a los niños hay que tenerlos amando a rabiar a todo el que se cruce.
Entonces, ¿por qué ser un mamonazo advenedizo? ¿por qué ser un mezquino dorador de píldoras, un ignorante orgulloso del carné, un subhumano decidido a la jodienda y al sangramiento del prójimo?
Cuando las cosas son tan fáciles como sonreír en lo posible y armarse con las mejores palabras y abracitos, ¿cómo llegamos a tomar el camino que inequívocamente nos llevan al machacamiento?
No hablo de los que son tontos de remate y unos pesaos sin miramientos. No hablo de esos que siguen sus principios aunque se lleven alguno por delante. Hablo de esos que no los tienen.
Esa gente que en algún momento presueño y postcena tienen necesariamente que cruzarse con un espejo, que plantearse del blanco al negro, que entretejerse las ideas al crujir de los billetes y que tienen que llegar a la conclusión única y verdadera: todo esto porque soy un verdadero cabrón.
¿Qué les lucra emocionalmente de jugar al pericueto, de darle la vuelta a la tortilla imaginaria, con la excusa del mira-cómo-lo-consigo?
Porque es que lloran como cualquiera con la última del Hugh Grant y se pasean como abuelos felices y protectores, y uno se niega a creer en la distinción que los hace monstruos y gatitos, entre lo ajeno y lo cercano, porque al final el peso de lo que haces tiene que ser el mismo.
Hay quien dice que es de ingenuos creer en la bondad del hombre. Yo es que creo que, como todo, la maldad es otra complicación.
Sin mucha importancia, sin valor. Otra gilipollez que uno podría ahorrarse.