miércoles, 15 de junio de 2011

Los recortes que se debaten hoy en el Parlament de Catalunya son un arresto del estado del bienestar, y un guantazo en la cara de todos los catalanes.

La manifestación pacífica a las puertas es ilegal por dificultar el acceso a los diputados. Ahora bien, como expresión espontánea de la indignación ciudadana me parece más que justificada (y ataja una situación y un objetivo concreto).

Me apenan los pobres que intentaron mantener la compostura. Esos son los héroes. Los que hicieron competición de lanzamiento, se indignaron a empujones, o esputaron a gritos no merecen que sigamos coreándolos.

Actitudes como esas sólo nos llevan al punto exacto donde los esclavistas nos quieren. Somos borreguitos cabreados: la imagen perfecta que quieren los telediarios, la reacción a la acción (donde la acción acaba siendo ignorada, y la reacción se convierte en un foco de reindignación). Si queremos ser una nota a pie de página, este es el camino perfecto.

Me imagino a miles de personas en silencio a las puertas del Parlament, y a los parlamentarios pasando de puntillas para llegar al pleno. Eso sí que impresiona. Las pinturetas sobre los vestidos y el hacer chillar a estos insignes ladrones que pretenden representarnos no nos lleva a nada bueno.

Y nos vuelve idiotas, porque cada día hay más que se suman a la fiesta de a ver quién la hace más gorda. Que se escudan en que la revolución es ésta y a por ellos oé para perder la perspectiva, y que cada día reconvierten la herramienta para convertirla en objetivo. Porque lo que importa ya no es lo que se chilla, sino quien lo chille fetén. Y si de paso hacemos algo que supere alguna norma, en plan adolescente sin autoestima encaramándose a la tapia, pues tanto mejor, oiga.

La indignación nace en las tripas. Se abre paso durante años, sibilina, oscura. Nos pone tensos y nos vuelve duros como piedras.

Tarde o temprano revienta y se convierte en fuego. Nos llena la boca de frases, los ojos de un brillo que hiere y nos convierte en una maza humana.

Es una gran fuerza que corre por las calles y bulle por las venas. Nos hace palpitar juntos. Progresa y revienta, y al final es una pulsión del cambio que merece la pena.

Nace en las tripas, pero tarde o temprano merece transformarse, ir a parar a algún otro lado.

Toda esta historia de los indignados y del movimiento, que sirve lo mismo para el rey que cae que para la invención de la rueda, se merece cerebro y gente que piensa. Se merece optar por la construcción de un cambio, de una construcción latiente de sinergia, un pasito tras otro de descubrir que el mundo se transforma con el mero hecho de pensarlo, de ponerlo en común, de montarlo. Como un lego, pieza a pieza y todos juntos.

Barrio a barrio, gente a gente. Necesidad/objetivo. Objetivo/acción. Acción/evaluación. La revolución en cadena.

No necesita de la explosión constante. No nos hace falta tomar las bastillas. No cambiaremos a base de gritos que llenitos de bilis, del odio perpetuo que nos vuelve personajes siniestros con ganas de juerga.

La mordida mayor al sistema es volvernos buenos. Ser felices. Eso nunca computa.

No convertirnos en perros de presa, hacernos felices lasies críticas y sintientes, que se juntan y debaten y ponen en marcha cosas que funcionan y perduran y merecen la pena.

El odio y el grito siempre son un combustible barato para el sistema. Te escupen y explotas en furia, y te conviertes en el esclavo que protesta.

Yo querría un mundo que cambiara por desuso. No necesito un derribo a base de reventones y bofetadas. Quiero a la gente despierta y pensando: ¿qué tal si dejamos esa máquina vieja, esa tan fea, que se nutre de sangre y que chirría y que le prende fuego a los niños, y empezamos una nueva?

Si nos limitamos a jugar al juego de cambie-usted-y-reciba-su-palo, si para cada agresión pretendemos la respuesta, y funcionamos a rebufo del insulto, y hacemos gala de sus armas en su contra, entonces nos daremos de cabeza contra una puerta que ya está abierta.

Sus armas son suyas. Son más grandes, disparan lejos, las llevan usando una infinidad de tiempo. No deberían ser las nuestras.

A lo mejor es que somos dependientes del estatus de víctima y no encajamos en eso de ser los vencedores.

A lo mejor tenemos un espíritu de revolucionarios ad eternum, de guerrero kamikaze. Que nos empeñamos en no ponernos al tajo, oiga, que vivir con taquicardia parece un atajo, no vaya a ser que el futuro nos depare algo constructivo y bueno de ir sonriendo como idiotas.

De corre, corre, y a ver dónde llegas.

Voy a cambiar el móvil. Voy a abandonar el Iphonismo para volver al cutrismo. Al trastete más simple y con pinta de superviviente que pueda encontrar, que llame y que aguante.

Es probable que lo tenga apagado la mitad del tiempo. Y ahora que lo pienso seguro que no te daré el número nuevo.

No te odio, no te desprecio. Esto viene de largo.

Recuerdo que cuando compré un OneTouch Easy (verde) me sentí el tío más independiente y feliz del mundo. Me pasaba las horas jugando con las teclas, sopesándolo en las manos. Desde aquí (donde estoy) puedo llamar a quien quiera y cuando quiera.

No importaba que tuviera dos líneas de texto en pantalla, negra y amarilla. Podías llamar y escribir alegres mensajillos. Era un milagro, esto de las nuevas tecnologías de la comunicación.

Ahora que tengo un ultraparato, que lo mismo es una tele que te canta una saeta, me reconcome el odio. Hay días en los que no soporto verlo, que me los paso temblando cada vez que suena, que es como una losa sobre mi cabeza.

Porque antes me encantaba la idea de poder comunicarme, pero ahora no soporto esa sensación de que, vaya donde vaya, acabaré por ser encontrado.

Eso además de que las empresas son basura. Echan a la gente y se reparten millones en un yate, que aunque antes lo sabía ahora lo veo todo claro. A mi gato se lo digo muchas veces: escalas y escalas y, para cuando te das cuenta, andas escalando en el aire.

Mi OneTouch Easy era lo máximo en comodidades. Con eso y con personas tenía todo lo que a un chaval inquieto podía interesarle. Y al final he acabado persiguiendo aplicaciones en la comodidad de una trituradora de cerebros, la applestore, menuda contrariedad.

Así que me cambio, me bajo, respiro. Me paso a Murciatel o la que tenga cara de buena. Me saco tarjeta prepago. Me vuelvo al politono. Quien me quiera encontrar que me busque, si me encuentra que se abstenga de la regañina. Que esto no es obligatorio. Que la disponibilidad 24 horas debería ser una cláusula opcional en el contrato.

Quiero una agenda con cuatro contactos y ni siquiera un triste solitario.

A partir de mañana, oficialmente desmovilizado.