martes, 7 de diciembre de 2010

Seguramente quien más quien menos preferiría ser una buena persona.
Si le das a cualquiera la capacidad de elegir sus atributos se quedaría con ser un majete, y valiente y misericordioso, y todo lo demás en ese compendio maravilloso de la excelencia humana que todos conocemos.
Admitamos, al menos, que hace ya un tiempo que pretendemos conocer lo que es bueno, y que más allá de la perspectiva, el Disney Channel es fulminante en cuanto a que la bondad humana es de lo mejor que se pueda tener y que a los niños hay que tenerlos amando a rabiar a todo el que se cruce.
Entonces, ¿por qué ser un mamonazo advenedizo? ¿por qué ser un mezquino dorador de píldoras, un ignorante orgulloso del carné, un subhumano decidido a la jodienda y al sangramiento del prójimo?
Cuando las cosas son tan fáciles como sonreír en lo posible y armarse con las mejores palabras y abracitos, ¿cómo llegamos a tomar el camino que inequívocamente nos llevan al machacamiento?
No hablo de los que son tontos de remate y unos pesaos sin miramientos. No hablo de esos que siguen sus principios aunque se lleven alguno por delante. Hablo de esos que no los tienen.
Esa gente que en algún momento presueño y postcena tienen necesariamente que cruzarse con un espejo, que plantearse del blanco al negro, que entretejerse las ideas al crujir de los billetes y que tienen que llegar a la conclusión única y verdadera: todo esto porque soy un verdadero cabrón.
¿Qué les lucra emocionalmente de jugar al pericueto, de darle la vuelta a la tortilla imaginaria, con la excusa del mira-cómo-lo-consigo?
Porque es que lloran como cualquiera con la última del Hugh Grant y se pasean como abuelos felices y protectores, y uno se niega a creer en la distinción que los hace monstruos y gatitos, entre lo ajeno y lo cercano, porque al final el peso de lo que haces tiene que ser el mismo.
Hay quien dice que es de ingenuos creer en la bondad del hombre. Yo es que creo que, como todo, la maldad es otra complicación.
Sin mucha importancia, sin valor. Otra gilipollez que uno podría ahorrarse.

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