jueves, 10 de febrero de 2011

Una asociación es gente que persigue algo.
Debería grabarse a fuego en cada uno de los asociados.
Cuando uno anda en entresijos burocráticos se olvida de que las cosas deberían funcionar a base de filosofía. Esto le pasa también a las asociaciones, que a golpe de formulario de solicitud, y de concursos de subvenciones, han acabado arrastrándose por su limbo particular de erial de las ideas.
El símbolo prevalece, que hoy en día una bandera te sale por menos de lo que piensas, y que los sellos y los logos te los hacen en dos minutos con sistema utomático-recargable-afropendular.
Le preguntas a cualquier presidente, a cualquier secretario, sobre sus asociados, y responden con una seguridad casi blasfema: esta asociación no tiene asociados.
Ni pestañean.
Ni regurgitan ni se oyen pitiditos ni una bocina indicativa de locura cómica ni nada que decir.
Los Estatutos son la copia de la copia de la antesala de los convencionalismos a firmar al margen, nada más. No queda ni asomo de imaginación ni mucho menos de sueños, y la alquimia de la creación de los objetivos, de las iniciativas revolucionarias que recuerdo de crío, ahora son cosas tediosas a perder.
Y uno les salta al cuello con lo de que asociados tendréis, que una asociación va de tener asociados, que sin gente no hay proyecto ni nombre ni sello ni incluso legalidad que valga.
Pero hay quien responde airado y tan indignado que los pelos le salen como tiros de las narices.
A mí nadie me toca el chiringo, que si digo que asociación es esto, esto es, se haga el referente sociocultural.
Y mientras tanto la fuerza muere en los papeles. Se pierden las peleas, que ni se chilla ni se levanta el pueblo ni nada, a besos con la instancia y los ordenadores que resuelven los proyectos entre dos.
Con la de ostias que nos hacen falta.

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