lunes, 21 de febrero de 2011

Hay personas que necesitan visitar el cuarto de baño. Que pueden estar a buenas con el mundo, en un perfecto día de playa, y que sin embargo sienten un irrefrenable deseo por meterse en un cubículo, sentarse sobre un wc, acompasar el rumor de las gotas de la cisterna, y hacerse uno en armonía con el universo del váter.

O que como mínimo le echan un buen vistazo cuando pasan, y que observan con atención los colores fríos, los brillos espejados y toda esa ausencia exquisita de bordes, y que cuando los encuentran sucios se deprimen y se sienten muy desdichados, aunque no se estén cagando.

Algunos no sabrían explicarse por qué lo hacen. Ninguno lo contará jamás. Se zambullen en secreto en la intimidad del neón y se afilan los sentidos en los espejos. Sienten una afinidad emocional con los olores químicos de la limpieza industrial de los lavabos.

Y cuando están solos, estos individuos se escurren por los pasillos en busca de los baños. Disfrutan sobremanera del claqueteo de sus zapatos contra los suelos encerados. En los corredores solitarios se imaginan observadores, ajenos a su propio cuerpo, recorriendo la respiración como si vivieran el mundo desde una escafandra. Y ven las paredes que se deslizan a cada lado. Y la relación del movimiento con sus piernas desaparece del pensamiento. Y se abandonan al automatismo.

Si algo grande ocurre, es allí donde los encontrarás. En su remanso de colores fríos, sentados y sonrientes. Tal vez escudriñando en las profundidades de un espejo. Silenciosos y sonrientes, sometiendo el mundo a alguna extraña percepción experimental.

Cuando llegan al baño se encierran y se imaginan que están solos, solos hasta lo inexpugnable. Hay algo veloz recorriéndoles las venas, que los llena de estática. Que sienten que se apodera de cada una de sus células una placentera sensación de recarga.

No son gente mala.

Son los hijos de lo callado.

Sienten un apego peligroso por los susurros de los azulejos.

Ella era una de ellos.

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